martes, 5 de mayo de 2015

López, Lugo, Peña Batlle y la nación dominicana

Por MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN

A través de las metáforas de la ciudad, la “polis”, la cocina, los cuerpos y las ínsulas interiores, en “Los letrados y la nación dominicana” (Santuario, 2013) hemos realizado una lectura hermenéutica de los avatares de los dominicanos en la difícil tarea de crear una república al estilo griego que ha estado signada por los disensos, las exclusiones, la otredad, nacional y ética. También hemos visto cómo el discurso se ha construido como la instalación de un sentido ausente, en el que la modernización y los vaivenes democráticos han ocupado el escenario de las ideas sobre la dominicanidad.
Los discursos dominicanistas contemporáneos que este libro ha contrastado, parten de una visión del campesinado como una otredad que hay que domesticar civilizadamente, como en el pensamiento del primer José Ramón López, quien se plantea una forma de redención y en su segundo momento una comprensión moderna en que el subalterno campesino ha transitado hacia el reconocimiento como ser de la modernidad centrado en una nueva ética del trabajo.
Hemos visto que la cocina y la alimentación se plantean como panacea para la formación de cuerpos bellos e inteligentes en el primer López, y se desplaza al deseo de modernidad por la invitación de colonos blancos que imponen un discurso sobre la salubridad de los cuerpos. Los letrados dominicanos van realizando un discurso sobre la nación de muchas fisuras y sumamente problemático en la medida en que el narrar el país desde el positivismo hostosiano significa una ética que choca con los elementos modernizadores que se avecinan, con las convenciones dominico-americanas de (1905-1907) y con la ocupación del país por Estados Unidos en 1916.
La salubridad de los cuerpos lleva a ver la salud política en un país dividido, en una Capital política y la alternancia geográfica de ínsulas interiores, ciudades-estados en los que moraban el caudillismo y que eran la negación del Estado democrático y burgués que los letrados buscan instruir. Ante una realidad díscola y levantisca en que la práctica política anulaba el sueño democrático, las narraciones dominicanistas se centran en el conocimiento del pasado, en la sociología, en lo subalterno, y en la imposibilidad funcional de la nación.
En este aspecto, Américo Lugo y Federico García Godoy, anclados en el positivismo hostosiano y en el arielismo de Rodó dan una respuesta a la insuficiencia, que no era otra cosa que buscar en los paradigmas europeos una explicación de los males de la República; resulta interesante que tanto estos como López vean, en definitiva, en la educación una panacea y una “paideia” que pudiera sacar el país de la situación política que imposibilitaba la marcha del Estado y el despliegue de la modernidad política.
Lamentablemente, esta situación sigue siendo piedra de toque de la actualidad política dominicana hoy en día, y es por esa razón que los discursos de estos letrados siguen formando un consenso sobre la importancia de la educación formal y política, para que exista la nación como espacio imaginario y la democracia como modernidad política que integre a todos los actores, principalmente al intelectual que se ha visto excluido de la “polis”, debido a que la práctica política choca con sus presupuestos éticos.
También la arqueología hermenéutica nos ha permitido ver el desplazamiento del nacionalismo, desde una respuesta separatista en 1844 que hace de Duarte, su fundador; hasta la negación de cualquier forma de injerencia que ese mismo nacionalismo plantea contra España en 1863 con el inicio de la Restauración de la República en 1865. Ese nacionalismo fundacional lo retoman los pensadores de principio de siglo XX, como Américo Lugo y Manuel Arturo Peña Bat- lle; el primero como una defensa del país de los intentos neocoloniales que se abren en el Caribe con la Guerra Hispanoamérica de 1898 y el segundo más inclinado a reaccionar contra el capital estadounidense que se planteaba el dominio del espacio y del aparato represivo a favor de las empresas absentistas que dominaron el comercio caribe hasta la debacle que significó la recesión del capitalismo mundial en 1929. El estudio hermenéutico nos ha permitido leer otros ángulos de esos discursos, por ejemplo: el desplazamiento de Américo Lugo hacia el rodosianismo como oposición a la intervención americana y la apelación a un pasado, que parece aceptar de forma acrítica el pasado colonial bajo España. Este mismo tenor pone en Peña Batlle un fuerte acento católico en la forja de la nacionalidad, pero que en el orden práctico significa una defensa de los intereses creados y que estaban en competencia con el nuevo orden impuesto con las convenciones domino-americanas.
El discurso de los letrados arrastra una tara biologicista muy propia de la sociología espenceriana que colocaba la raza como un determinante de lo social; los problemas de diferendo con Haití apuestan a otras formas de mirar al país vecino como una otredad que la sociología de López y García Godoy veían como seres incapaces de aportar la civilización de cuño europeo que ellos planteaban. En estos discursos el negro, el campesino, el haitiano y la mujer quedan fuera de la “polis” y los intelectuales se mantienen dentro de la ciudad letrada que aspira a reformular la narrativa nacional y a conformar al orden político. El prejuicio racial hace que vean al haitiano como otredad, pero los discursos son muy diversos, y si bien el biologicismo es una forma de racismo, los discursos sobre el Otro están dados por una situación política. López propone una inmigración blanca que no sea francesa y parece configurar un muro de contención blanco. Mientras que Lugo llega a proponer una confederación antillana con la participación de Haití.
Es importante significar que ese libro no llega a tratar los distintos discursos que luego de la masacre en Haití conforman la narrativa de los intelectuales dominicanos, sobre todo los trujillistas; es Peña Batlle, sin embargo, quien con mayor fuerza deriva su pensamiento nacionalista, en un principio, contrario a la ocupación estadounidense y a la salida de las tropas “pura y simplemente” en 1924, hacia una mirada del haitiano como otro invasor. Este discurso será retomado luego por otros pensadores como Joaquín Balaguer y Luis Julián Pérez como nacionalismo anti-haitiano, como el discurso racialista que busca mantener la pureza de una nación hispánica, católica que habla en español.
Hemos visto cómo los intelectuales positivistas no pudieron entrar a la polis porque el sentido práctico de las ínsulas interiores, el Gobierno localista de los caudillos y, finalmente, la modernización traída por los estadounidenses, se lo impidieron. Esta modernización terminó con la forja de un Estado y la ciudad ocupada por un dictador. Los grupos letrados tuvieron que aliarse a la dictadura o pasar a un descreído relato del pasado donde Clío siguió iluminando el pasado sin tocar el presente.
Los relatos ficcionales, como “Ciudad romántica” de Tulio María Cestero,“Rufinito” de García Godoy, “Los enemigos de la tierra” de Andrés Francisco Requena y “Navarijo” de Francisco Eugenio Moscoso Puello, nos han servido para encontrar los sentidos que la ficción presenta como metáfora, como caracterización de un mundo que el letrado ha buscado representar como ausencia, carencia, como tiempo repetitivo, como espacios de contrastes y rupturas en un pensamiento racionalista…

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